“ Una mente que no cambia ni por el lugar ni por el tiempo. Puede hacer del infierno un cielo, del cielo un infierno.” John Milton
Hace ya muchos años que no tenía que acudir a mis recuerdos de este poema épico, para tranquilizar el espíritu, y tratar de comprender el absurdo y repetitivo comportamiento de los líderes políticos y militares de este hermoso planeta, que nos comprometen con cruzadas de violencia, muerte y destrucción, que nos empujan al conflicto indeterminado y que causan zozobra, angustia y dolor.
En las encrucijadas de la historia, allí donde la luz parece desvanecerse y las sombras se alargan, la humanidad se encuentra una y otra vez frente a un espejo que le devuelve una imagen de paraísos perdidos. John Milton, en su monumental poema, nos narró la caída, la pérdida de la gracia y la inocencia. Hoy, al observar el panorama de Colombia y del mundo, resuenan en mi mente los ecos de esa obra, no como teología lejana, sino como una dolorosa metáfora de nuestra propia condición.
Colombia, una tierra de una belleza sobrecogedora y un potencial humano aun por explotar, ha caminado durante décadas por valles de oscuridad (casi una patria boba perenne). Nuestra historia ha sido una sucesión de violencias, un laberinto de conflictos que han dejado cicatrices profundas en el alma nacional. Hemos anhelado la paz con la misma intensidad con la que hemos padecido la guerra, una paz que se nos ha presentado esquiva, fragmentada, a menudo traicionada.
En medio de este anhelo, una persistente obscuridad social se cierne sobre nosotros, todos, el pueblo (no esa selecta élite de partidistas que algunos sueñan como propia), una desconfianza tejida con los hilos de la inequidad, la pobreza y la falta de oportunidades, aprovechada de cuando en cuando por inescrupulosos políticos para incitar la lucha de clases, avivando el odio como mecanismo de aprovechamiento electoral (la dependencia de los políticos arrogantes e incapaces, es a mi leal saber y entender uno de los mayores lastres actuales).
Como sociedad, nos empinamos, luchamos por progresar, por construir sobre los escombros de nuestros dolores. Emprendedores, científicos, artistas, y millones de ciudadanos anónimos se levantan cada día con la determinación de tejer un futuro diferente. Sin embargo, este esfuerzo titánico a menudo choca contra el muro de la corrupción, de esa clase política que, en no pocas ocasiones, ha sustituido la promesa de un paraíso alcanzable por el espejismo de soluciones incumplibles, perpetuando ciclos de desesperanza y cinismo. Prometen el cielo para entregarnos, una y otra vez el abismo.
Y mientras Colombia libra su propia batalla interna por encontrar la luz, el mundo parece arder en sus propios paraísos perdidos. Las imágenes que nos llegan de Gaza nos muestran el rostro más crudo del sufrimiento humano, una guerra intestina que consume generaciones y aniquila cualquier vestigio de esperanza. En Ucrania, la ambición geopolítica resucita los fantasmas de un pasado que creíamos superado, sacrificando vidas inocentes en el altar del poder. La nueva guerra entre Israel e Irán mantiene en vilo a toda una región, recordándonos la fragilidad de la paz global, y en África, conflictos tribales, a menudo silenciados por la indiferencia del mundo, continúan desangrando comunidades enteras, perpetuando un ciclo de violencia y desplazamiento.
Es fácil, ante este panorama desolador, sucumbir a la desesperanza, creer que la humanidad está condenada a repetir sus errores, a vagar eternamente fuera de un paraíso que ella misma destruyó. Sin embargo, es precisamente en los momentos de mayor oscuridad donde la luz, por tenue que sea, adquiere un valor incalculable.
El primer sendero que se abre ante nosotros es el del reconocimiento de nuestra humanidad compartida. Las víctimas de la violencia en Bojayá, en la Franja de Gaza, en Mariúpol o en el Congo, comparten el mismo dolor, el mismo anhelo de una vida digna y en paz. La indiferencia ante el sufrimiento ajeno es el combustible que alimenta las llamas de la guerra. Es imperativo que cultivemos la empatía, que entendamos que la seguridad y el bienestar de unos están indisolublemente ligados a los de todos.
Un segundo sendero es el de la justicia y la verdad. La impunidad es el terreno fértil donde germina la semilla de la venganza y el resentimiento. Para construir una paz duradera, tanto en Colombia como en el resto del mundo, es fundamental que se esclarezcan los crímenes, que los culpables paguen a fondo sus delitos y reciban además, escarmiento social severo y duradero, que se repare a las víctimas y que se sienten las bases para una reconciliación genuina. No se trata de un ajuste de cuentas, sino de un acto de sanación colectiva. Es inconcebible e intolerable confundir la maldad con la pobreza.
El tercer sendero, y quizás el más desafiante, es el de la construcción de instituciones sólidas y transparentes. La corrupción es un cáncer que devora la confianza de los ciudadanos y socava los cimientos de la democracia. Necesitamos una nueva raza de líderes que entiendan el servicio público como la mayor responsabilidad y maximo honor posible para concretar los sueños y facilitar la prosperidad general y no como una oportunidad de enriquecimiento personal ilícito. Y como ciudadanos, tenemos la responsabilidad de exigir cuentas, de participar activamente en la vida pública y de no tolerar la deshonestidad.
Creo tambien, basado en suficiente evidencia y en los años que ya cargo encima, que el concepto actual de democracia está falleciendo, ha sido coptado por los políticos y sus egos, y debemos escribir otros formatos que sean capaces de responder de manera lógica y sostenible a los cada vez más difíciles retos. Creo firmemente que los países y el planeta en general merecen una mirada empresarial y no deberían ser gobernados sino gestionados por mujeres y hombres entrenados para ello.
En este complejo entramado, nuestro sector de la salud tiene un papel protagónico que trasciende la atención de la enfermedad. Somos, por vocación y por esencia, constructores de bienestar, y el bienestar es cimiento de la paz.
En primer lugar, tenemos la responsabilidad de garantizar un acceso equitativo a servicios de salud de calidad para todos, sin distinción de ninguna índole. La salud no puede ser un privilegio, sino un derecho fundamental que nivele el terreno de juego y brinde a todos la oportunidad de desarrollar su máximo potencial. No hay salud para ricos y salud para pobres. En Colombia nuestro derecho fundamental desde hace decenas de años es igual, es un salto de equidad increible, fundamental, histórico que hay que defender.
En segundo lugar, debemos ser agentes de prevención, no solo de enfermedades físicas, sino también de las heridas emocionales y psicológicas que dejan los conflictos armados, familiares, empresariales y sociales. La salud mental debe dejar de ser un tabú para convertirse en una prioridad. Debemos crear espacios de escucha, de apoyo y de sanación para todos aquellos que han visto su vida marcada por el dolor, la pérdida y la pobreza que conducen a la desesperanza.
Finalmente, el sector salud puede y debe ser un puente para el diálogo y la reconciliación.
El paraíso perdido de Milton no es una condena, sino un llamado a la acción. No podemos cambiar el pasado, pero sí podemos construir un futuro diferente. Para Colombia, esto significa perseverar en la búsqueda de una paz completa, una paz que vaya más allá del silenciamiento de los fusiles y que se traduzca en justicia social, en oportunidades para todos y en una cultura de la legalidad y el respeto por la vida, y para nada en una segregacion de industriales, empresarios y ciudadanos que han alcanzado niveles superiores de calidad de vida de manera honesta. Pienso que esta categoría de personas sobresalientes deberían en cambio, ser destacadas, emuladas y puestas como ejemplos de superación y del posibilismo que la nación puede lograr.
Para el mundo, implica redoblar los esfuerzos diplomáticos, fortalecer los organismos multilaterales y entender que los desafíos globales, las guerras, las pandemias e incluso el cambio climático, solo pueden ser abordados desde la cooperación y la solidaridad.
Incluso en los tiempos más oscuros, la humanidad es capaz de encontrar el camino de regreso a un paraíso, no uno perdido, sino uno construido con el esfuerzo, la compasión y la inteligencia de todos.