LA ENFERMEDAD DE LA SOLEDAD

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Guardo en el álbum de mi cabeza recuerdos inapreciables sobre los tiempos pretéritos, los tiempos de las abuelas.

El país y las ciudades eran diferentes.

No había tecnologia y el lenguaje oral, era el comensal más importante que se convidaba cada día a la mesa de las familias.

Para aquella temprana época de mi vida, no alcanzaba a percibir la edad que tenían mi abuela y sus hermanas; sus arrugas eran parte natural de su rostro curtido por el sol, su coraje era evidente, la tranquilidad de su espíritu inundaba cada rincon de la casa, sus rutinas simples formaban parte de mi paisaje familiar: el tiempo parecía no existir.

Ni ella, ni ninguna de la familia, tuvieron alguna vez seguridad social; acudían por defecto a la botica de la esquina, en espera de una recomendación apropiada, y siempre compraron anteojos con un vendedor ambulante que de ciudad en ciudad, devolvía la vista, a quienes la presbicia había robado hace tiempo, el disfrute de ver con claridad.

En la casa de doña Paula, siempre había un plato de comida para los que llegaran, no importaba quien fuera; la sopa fresca y humeante, el arroz abundante y un trozo de carne frita, amenizaban las charlas sencillas de la época.

Recuerdo con especial emoción, como esperábamos las tardes de toda la semana, y mi regreso del colegio, para enfrascarnos en horas de juego de parqués, en donde la ficha roja de mi abuela, nadie nunca pretendió utilizar, aunque ella no estuviera presente.

Muy tarde me di cuenta que doña Paula, estaba vieja.

Envejeció rodeada de sus hijas, de sus hermanas, de sus sobrinos; envejeció compartiendo, riendo y llorando los pesares de la familia.

Perdió como muchas viejas y muchos viejos, su casa, y se volvió nómada, en medio de una ciudad indiferente.

La muerte se la llevó después que un cáncer disipará sus últimos pasos. No más panela, no mas melcochas fabricadas cerca de la hornilla, no mas delantales llenos de monedas y billetes arrugados, no mas juegos de parqués en las tardes, no mas pesebres gigantes en la sala, no mas bandejas de dulces navideños regaladas a los vecinos, amigos y familiares.

Doña Paula tuvo suerte.

Los viejos de hoy, no se mueren de cáncer el último de sus días; no. Sufren penosamente durante décadas el abandono de sus familias, de sus seres queridos, de sus esposos y esposas y del Estado. Muchos se empobrecen con el devenir de los años, y quedan arrinconados en su casa, sin ingresos apenas para comer una vez al día.

Otros sufren la explotación de sus hijos, que requieren usufructuar la herencia en vida, disponiendo de los activos mal heredados, y que rápidamente se despilfarran en el cubrimiento de pasivos de una generación improvisada.

Otros abuelos yacen abandonados en casas de reposo (que hoy se abren como abrir peluquerías de barrio), y reciben visitas lastimeras, precarias de tiempo y carentes de afecto.

Nuestros abuelos, inclusive nuestros padres mayores, están siendo olvidados; esta sociedad tan avanzada, tan exigente, tan ejecutiva, tan economicista, los arrastra sin contemplaciones al olvido, y los castiga a la peor enfermedad que haya podido concebir el género humano: la soledad.

Parecen seres fantasmales, delgados, encorvados, de lento caminar; ausentes de sí mismos; intentando adaptarse al sufrimiento silencioso de deja la ausencia de amor, entregados la mayoría en sus últimos años a la oración, a la fe, con la esperanza de terminar el ciclo, seguros de haber traspasado su legado, y olvidados por un mundo que ayudaron a construir.

Hace seis meses, conversando con Alejandro Jadad, reconocíamos con dolor profundo, como la soledad es una enfermedad que mata más personas que la obesidad, y sin embargo, no la diagnosticamos, no la prevenimos, y no ofrecemos el tratamiento gratuito que siempre ha estado al alcance de la mano: la solidaridad.

Nos hemos convertido en una sociedad hermética, unipersonal, aspiracional, que exalta la fuerza de la juventud, y olvida sin contemplaciones y sin alternativas, a quienes hicieron posible el recambio generacional.

Venimos de ellas y de ellos; de ellos heredamos la vida, la civilización, el trabajo, la innovación; ellos construyeron las calles por las que deambulamos; ellos edificaron las ciudades; ellos sembraron y cosecharon los campos, ellos sin duda, creyeron en nosotros.

Nuestro sistema de salud, aun no despierta de su necesidad de encontrar el equilibrio financiero, mientras cientos de miles de colombianos, envejecen cada año vulnerables, aislados, padeciendo dolores y carencias materiales y afectivas, discriminación y especialmente olvido; no hay programas concretos para las abuelas y los abuelos: no. Solo hay remedos de programas de “patologías” para crónicos, como si no fuera posible que nuestra generación y las siguientes, despierten y tengan la decencia de comprometerse a entregarle a nuestros viejos, dos décadas de tranquilidad al final de su vida, y solo así quizás podamos descubrir, como han hecho otros tantos países, que en ellos subyace la sabiduría, que obviamente nuestros años aun no descubren.

Es hora de hacer algo por nuestras abuelas y nuestros abuelos “invisibles”. Pronto seremos ellos.

 

CARLOS FELIPE MUÑOZ PAREDES

CEO & FUNDADOR

CONSULTORSALUD

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